2009/11/24

31913 atardeceres

No serían más que las 18:33 de la tarde cuando se hallaba sentado en un banco de un bonito puerto deportivo de la costa francesa. A escasos metros su moto, tras él, esperaba su vuelta para llevarlo a donde le apeteciera. A su lado la inmensidad de la hermosura y en frente la infinidad del tiempo resumido en un atardecer de tonos anaranjados, rojizos, rosados y amarillos. Al rededor de tan hermoso paisaje la gente se movía aprisa, parecía que se les escapaba la vida entre ahogados suspiros, parecía que les sería imprescindible llegar a algun sitio a esa hora. Sin embargo, él, estaba completamente absorto en un nuevo atardecer...

Un atardecer más que podía observar y disfrutar, uno menos que le quedaría para alcanzar sus 31613 atardeceres. sin embargo, no parecía importarle dedicar toda una hora del día a disfrutar del cambio de los colores del cielo. A disfrutar de la hermosura del cambio, del aire fresco en su rostro, de una maravillosa compañía muda que observaba junto a él.

A medida que el sol se ocultaba tras el monte que se podía ver desde el puerto, los tonos cambiaban en el cielo, cambiando mediante colores y sombras las formas de las nubes que hasta hace un rato parecían tener otra textura. Cambiaba enórmemente el colorido del puerto en el que hasta hace un rato predominaba el blanco de sus veleros. Por un momento, los blancos no fueron blancos, aunque seguían teniendo color, el tiempo pareció detenerse aunque el que la intensidad de los tonos anaranjados que cambiaban a rojizos nos sugeriese que el tiempo también sguía su curso. Por un momento, lo patos dejaron de mover el agua en la que habían estado nadando.

En ese momento, pareció no pasar nadie a nuestro al rededor, ni los perros que la gente paseaba parecían tener ganas de ladrar. Nada podía interrumpir ese momento eterno resumido en un atardecer de la costa francesa.

Gire mi cuello por un momento para observar a mi acompañante. Su rostro reflejaba una infinita tranquilidad, una infitnita paz interior. No teniamos prisa pese a que nos encontrabamos a un par de horas de casa. No teniamos prisa pese a saber que en la moto se congelarían nuestros cuerpos en la inmensa oscuridad de una noche de noviembre. Ella también sabía que cuanto más tardasemos en despedirnos del banco que nos acogía, más le costaría llevarnos cómodos y a salvo hasta la casa que nos serviría de guarida. Sin embargo, parecía no impacientarse con nuestra total carencia de prisa.

Aquel atardecer fue hermoso. El día que le precedió, curveando la costa de Euskal Herria, fue hermoso. El brillo y la expresividad de su rostro cuando en un mediocre inglés le preguntaba si estaba disrutando del viaje, fue hermoso. Pararnos cada vez que nos vino en gana para sacar fotos al litoral, fue sumamente placentero. Ayer, sí ayer, fue un día hermoso. Pero todavía me quedan muchos atardeceres por disfrutar. Espero que tú me acompañes en ellos, fiel compañera.

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