2010/04/11

La Segunda Semana de Trabajo

La verdad es que el tiempo pasa rápido cuando te gusta lo que haces. La segunda semana siguió esa misma premisa. Estuvimos todos los días tratando temas interesantes e intensos. A las tardes, algunas, veces nos íbamos a la ludoteca para dejar el espacio del aula libre para las siguientes personas que la necesitasen, discutiendo allí temas que considerábamos que nos habían quedado a medias. Siempre alrededor de un té, procurando cambiar de sabor cada día, porque cambiante era el tiempo, el ánimo, las discusiones y, en general, todo. Tanto lo que tenía vida como lo que no tendía al cambio. De hecho cada día eramos diferentes las que discutíamos, cambiábamos tanto de personas que entre ellas, a veces, no estaba ni yo... pero seguían discutiendo. El tiempo no entiende de individualidades, simplemente marcha, dando igual quien esté en dónde. Había días que yo prefería volver a casa y dejar a la gente que discutiera sin mi en la ludoteca, yéndome a conocer a la gente que en mi piso había que, siendo la que más cerca vivía, hasta ahora era a la que menos tiempo había dedicado. La verdad es que a veces dejamos a la gente cercana un poco de lado.

Aquella semana decidí que iba a cambiar eso, dedicándoles más tiempo. Me resultó sorprendente la cercanía que había entre ellas que, sin ser distantes conmigo era claro, por las bromas que tenían, que entre ellas que realmente se conocían y apreciaban. Se palpaba la compenetración, la lectura de la broma en la que eran copartícipes en simples gestos o muecas. Me resultaba envidiable sin seer envidia lo que sentía sino pena. Pena por no tener tiempo para poder disfrutar de las discusiones de la ludoteca y al mismo tiempo de las más distendidas conversaciones, juegos y bromas que en aquel común salón de nuestras casas, se hacían.

De todas formas, la compenetración hasta ese punto, salvo con personas concretas, no se consigue en una semana; seguramente en dos tampoco. Pero si que es verdad que en pocos días con aquellas personas se conseguía un grado de confianza que ya quisieran muchos para sí. Era una de las cosas buenas de Arreit, como nadie mentía ni utilizaba dobles sentidos que dieran lugar a confusiones estúpidas, en seguida podía lograrse esa confianza con todo el mundo. De hecho, entre ellas parecían tenerla pese a no conocerse. Si he de decir la verdad, a mi me costaba un poco más. Pero era bonito ver su transparencia. Era muy seductora la sensación que producía que no tardaba mucho en convertirse en ese sentimiento de empatía necesario para la compenetración que ellas tenían.

Era maravilloso ver que en aquel salón no habría lugar para la individualidad. En un planeta donde las comunicaciones iban mucho más rápidas y evolucionadas que las de la Tierra, nadie, simplemente, miraba la tele. La televisión, que no era una televisión al uso, era compartida, comentada y discutida por todas las presentes. Era utilizada para discutir sobre lo que en el resto de Arreit pasaba; dando la oportunidad de, al tiempo que se veían las noticias, conectarse con personas de los lugares sobre los que se estaba hablando, para poder así interactuar con ellas. Esto daba lugar a interesantes debates sobre lo que unas y las otras vivían y las soluciones que proponían tanto unas como otras a cada problema, etc. No usaban infernales video juegos de interactuación mediante la ficción. No les hacía falta pues en Arreit cada cual se dedicaba a lo que le gustaba. Nadie quería ser otra cosa pues, si lo quisiese, no tenía más que trabajar de ello o dedicarle el tiempo. Nadie tenía ningún afán perverso de mutación pues no había limitación ninguna en cuanto a qué ser. Por tanto, todas las cosas que se hacían en aquel salón, tanto charlas como juegos eran comunes. Y, yo, me sentía comodísima en ese ambiente.

Como decía, aquella semana estuve hablando con ellas que me estuvieron contando los lugares que, algunas, habían visto y las cosas que allí habían aprendido. Resultaba sorprendente ver que existían tantos lugares maravillosos y era precioso poder viajar a través de sus ojos. Daban ganas de no pararse nunca, de no dejar de viajar y aprender. De hecho resultaba que las que más se cuestionaban todo eran las más viajadas, quedando las aseveraciones o negaciones categóricas en las personas que menos mundos habían visto. Y entre ellas era yo una de las más cerradas.

Una de ellas me habló del mundo de las luces, un lugar de apasionantes brillos de tonos e intensidades heterogéneas, en las que las luces que menos brillaban eran las que menos confianza tenían en sí mismas. Y cómo esos brillos, la intensidad de estos era varianble según estados de ánimos, que no todas las luces conseguían mantener en un estado positivo. Otra de las presentes había estado en una Isla Estelar que era de Sierta, una tirana que avasallaba a las personas que allí vivían. Algunas habían habitado por temporadas cybermundos en los que sus cuerpos poco o nada tuvieron que hacer, controlando todo con la mente. Todo, incluso a sí mismas. Por lo visto, dándose cuenta de que tratando de controlar todo no hacían más que controlarse a si mismas, decidieron volverse a su origen. Todas las ya viajadas tenían eso en común, siempre, visitasen el lugar que visitasen, volvían a Arreit. Por lo visto era la forma de compartir con la gente de Arreit el conocimiento de aquellos mundos lejanos, ya que todas las personas del planeta no habían viajado y necesitaban de los ojos de las viajadas para sembrar la semilla de la curiosidad.

Entre tantas historias, anécdotas de viaje y demás curiosidades que se relataban en el salón nunca faltaron alguna cosa que comer o alguna infusión calentita que compartir y que ayudase a mantener el ambiente cálido. Todo invitaba a que aquello no acabara nunca. No obstante, algunas personas siempre añoramos lo que no tenemos, es algo habitual cuando vienes de la Tierra, parece que ningún momento sea lo suficientemente bueno como para olvidarte del resto del mundo y vivir ese como si fuese el último. Así que empecé a echar en falta a mi hermosa amiga que ni una sola de las tardes se había pasado por aquel salón. Añoraba su cariño pese a que aquellas personas también me lo aportasen, añoraba su olor, pese a que la dulce fragancia del té envolviese toda la habitación de un agradable aroma; echaba de menos su sonrisa, pese a que en aquella habitación no hubiera un solo segundo en que alguien sonriese. La añoraba.

Así que, una de las últimas tardes de la semana, a punto de llegar el fin de semana, decidí acercarme a su habitación a ver si la encontraba allí por algún casual. La ciudad era tan grande que buscarla fuera hubiese sido perder el tiempo. Claro que no perder el tiempo, en este caso, suponía violar una de las reglas tácitas de Arreit, nunca nadie violaba la intimidad de otra persona; nunca nadie, salvo yo, en aquel planeta llamaría a la puerta de una habitación privada.

Crucé el pasillo, en silencio, sonriente por tener la esperanza de volver a verla en pocos minutos, ansiosa por abrazarla y darle un largo y sentido beso. En pocos pasos estaba frente a su puerta con mis nudillos golpeando suavemente a su puerta. Nadie contestó. Sin embargo, no tardó en abrirse; tras ésta, su cara de asombro, seguramente, por ser la primera vez que oía ese sonido en su habitación. Rostro que cambió a amplia sonrisa a la par que terminaba de abrirse la puerta y salía a abrazarme. Un gran abrazo que recibí con los ojos cerrados, tratando de saborear cada milímetro del cuerpo que hacía días que no abrazaba, saboreando esos labios dulces y finos que se perdían entre los míos. A veces, hay momentos que no quisieras que nunca acabasen que, duren lo que duren, te saben a poco; momentos...

- Pero... - Exclamé al abrir los ojos y ver en su cama otra hermosa arreitcola desnuda y sudorosa reposadamente recostada sobre su lado derecho observándonos desde la lejanía.
 - … -

No dijo nada, simplemente se giró tratando de comprender lo que me había dejado boquiabierta y ojiplática. Trató de entender el motivo de la repentina tensión en la que se había sumido mi cuerpo, dando un ligero traspiés hacia atrás y dejándola a solas bajo el marco de la puerta. Era obvia mi perplejidad, sin embargo, por mucho que miraba extrañada parecía no encontrar el motivo. Entre los labios que acababa de estar besando y los míos quedaron no más de treinta centímetros. Sin embargo, por primera vez desde mi llegada allí, sentía una distancia entre alguien y yo que resultaba infranqueable. El bloqueo de mi cuerpo ante aquella inesperada situación era patente.

Ella volvió a acercarse a mí y volvió a acercar sus labios a los míos. Podía sentir el helador frío de sus labios ahora. Parecían querer congelar mi corazón que, en mi interior, parecía quebrarse, dejando tras de sí minúsculos cachos, pequeñas sombras de dolor, de lo que un día fueron. Sus labios quedaron, nuevamente, a escasos milímetros de los míos, ahora dubitativos, interrogándome con su cara, tratando de averiguar si realmente sería devuelto el beso o no.

Obvio era que había ido hasta allí porque me apetecía verla, tocarla, besarle y estar y hablar con ella. Pero, pese a que me besaba y abrazaba, estaba con otra hermosísima arreitcola que todavía le esperaba en la cama... ¿Qué se suponía que debía hacer yo?

Creo que, por mucho que cada día aprendiese algo que me hiciese pensar que había llegado a entender la esencia de Arreit, las diferencias culturales eran demasiado grandes.

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