2010/08/09

¿Quién llama a mi puerta?


El sudor recorría nuestros cuerpos, mezclándose con nuestra saliva, con nuestras mieles. Horas llevábamos tendidas en los diferentes rincones de mi cuarto; tranquilas, sin prisa, pues esa semana ya habíamos decidido, ambas, que no sería el trabajo lo que nos hiciese posponer el cariño que nos profesábamos. En momentos de profundo amor se obtienen las conclusiones más objetivas, más razonables, por poco creíble que le resulte al resto de la gente. Esa semana el trabajo no primaría en nuestras vidas.

El cuarto, normalmente ordenado, con las pinturas en el interior de sus botes, el cuadro que estuviese pintando en su caballete, cada libro en su precisa parte de la estantería, cada prenda en su balda o armario, ahora estaba en un absoluto y descontrolado desorden fruto de la pasión con la que nos habíamos estado amando. Las pinturas que manchaban las ropas que habían quedado desperdigadas por el suelo se podían ver manchadas de colores vivos; colores de los que se solían componer mis cuadros y del que ahora formabamos parte.

El color rosáceo del sol que al atardecer entraba por mi ventana hacía aun más pintoresca, quizá más personal, la estampa momentánea en la que nos hallábamos sobre mi cama, besándonos. Habían pasado bastantes horas desde que abandonamos la silla de mi escritorio, el bordillo de la ventana o la estantería de los libros. Horas desde que habíamos dejado la suavidad de la alfombra de finos pelos que habían acariciado nuestras espaldas y rodillas y que se hallaba ubicada entre todos esos lugares; siendo ella el nexo de unión de todos ellos, por la cual había que pasar inexorablemente para llegar a amarse en otra superficie. La cama era cómoda, de hecho estos últimos y tiernos besos y placenteras caricias tenían lugar sobre ella; pero no era el único ni el mejor de los sitios, era diferente.

Tendidas plácidamente, ella aprovechaba para hacer observaciones sobre las maravillas de mis manos, de mis pechos. El dulzor de mis mieles y de mis besos. Ensalzaba el color y el brillo de mis ojos como si fueran algo superior a lo que hubiera visto anteriormente. Esgrimía con adulador acierto las palabras con las que me hacía sentir como una diosa. Parecía que estuviese hablando de las míticas deidades griegas entre las cuales parecía ser yo Afrodita. Pero lo más curioso de toda aquella tierna y seductora situación es que quien me lo decía era, a mis ojos, la persona más hermosa que, nacida en este planeta, yo hubiese podido imaginar. Lo cual, en vista de que la hermosura en sí misma elogiaba mis encantos como si de los suyos hablase, me hacía sentir todavía mucho más especial.

Era realmente extraño que la conociese únicamente desde el fin de semana anterior, no más de cuatro días, y ya nos sintiésemos tan sumamente agradecidas de habernos conocido, de habernos dado la oportunidad de hacerlo. Por mi parte de invitarla a casa, lo que fue un acierto, todavía no habíamos encontrado un motivo para salir de ella.

Ahora fundíamos todos esos agradecimientos y enternecedores recuerdos mutuos de esos días en un interminable beso que nada podría... “plok, plok, plok” oímos a nuestros pies. Nunca antes habíamos oído ese sonido en mi casa, nunca antes en la puerta de mi habitación. ¿Quién y por qué estaría dando golpes en mi puerta? Nos miramos sorprendidas tras interrumpir súbitamente nuestro beso. Me levanté dubitativa, sin entender qué motivo podría llevar a alguien a golpear mi puerta, a invadir mi tranquila privacidad. En años de compartir piso nunca antes nadie había hecho tal cosa, a nadie de quienes habían vivido conmigo se les había ocurrido antes hacer algo semejante. Aunque claro, podría ser esa última persona que se mudo aquí tres semanas antes; la misma que tras, inconscientemente, invitar a mi profesora a dejar la ciudad en busca de nuevos caminos, había ocupado su puesto en casa y en clase. Esa persona que tan diferentes costumbres tenía y con la que había estado viviendo un hermoso romance desde poco después de que llegara. Creo que en el fondo de mi subconsciente o en la superficie de mi consciencia quería que fuera ella. Hacía más de una semana que no la veía.

Giré el picaporte de la puerta que nunca estaba completamente cerrada, pues no había cerradura o pestillo en ella que hubiese hecho falta, ya que nunca nadie había golpeado o intentado entrar antes. A medida que, no sin dudas, iba abriendo la puerta, fui viendo como asomaba su rostro, siempre tierno y sonriente, siempre despreocupado pero atento, curioso, ávido de saber, de conocer, de querer. Al ver que realmente era ella, pude sentir que una gran sonrisa se dibujaba en mi cara, junto a un calor repentino y de corazón que me impulsó a sus brazos. Aquella majestuosa y altermundana figura que me abrazaba haciéndome sentir querida una vez más, segura y protegida entre sus brazos. En ese mismo instante mis labios buscaron los suyos fundiéndose en un ciego y apasionado beso. Yo cerré los ojos, con suavidad, concentrándome en su abrazo, en su lengua; en como todo su cuerpo me envolvía.

Pocos segundos duró. Debió ser al abrir los ojos y sorprenderse por alguna cosa que vio, pues sentí como su cuerpo se estremecía mientras cortaba el beso y se ponía rígida.

- Pero...- Exclamó en ese preciso momento.

Yo, sin saber a qué se refería, al echar hacia atrás el cuerpo a fin de encontrar con mis ojos los suyos, pude observar, resultando increíble, como le cambió el gesto. Giré mi cuerpo para ver que podía haber visto tras de mí que le sorprendiese tanto. Busqué con la mirada por la habitación; salvo el desorden y los colores mezclándose por el suelo, no había nada que no hubiese estado allí antes. Bueno, tan solo mi amiga, pero eso a nuestra repentina visitante no tenía porque importunarle, era yo quién había estado en esa cama disfrutando, no sufriendo, y en nada le implicaba. ¿O sí?

¿Cuales eran los límites de aquel ser a quien nunca había sentido como una forastera? Hasta ese instante en que más que foránea fue ajena a sí misma, a su paz, a su luz... ¿Qué fue de la grandiosa figura? Que diferente había de ser la educación que habíamos recibido una y otra, si donde ella veía algo que la asustaba, yo estaba viendo a mi amiga, mi amante. La misma amante, la misma amiga, que en distinto cuerpo había descubierto al abrir la puerta. ¿Por qué, si quien estaba plácidamente en la cama no se importunó porque besara y abrazara a la recién llegada, había de importunarse esta última por ver que no era ella la única con la a ratos compartía mi cuarto?

“¿Por qué tanto sentido de pertenencia? ¿Por qué otro ser habría de atribuirse como suyos los sudores de este cuerpo efímero que habito por tiempo limitado, de este cuerpo finito que solo transito, por qué habría de atribuirme yo los sudores de su cuerpo, las miradas de sus ojos? Sería una condena. ¿Qué tiene para ofrecer una vida consagrada, más que vivida? Ah, las terrícolas necesitan poseer, y ser poseídas. ¡No lo comprendo! Allí estaban sus ojos, desconcertados entre sorpresa y rechazo. Los mismos ojos que se maravillaban y ávidos parecían devorar los rincones de mi planeta, y los míos propios, ahora hechos un mar de confusión, ahora que se enfrentan a la no complacencia de sus expectativas, huyen, como sus labios de los míos, y aquella espalda ciega que recorrí con mis manos, que bañé con mis cabellos y mis mieles, la misma espalda ahora se convierte en un inmenso muro al virarse para desandar su camino hasta aquí”.

Abrazándola nuevamente acerqué mis labios a los suyos besé sus, ahora, temblorosos labios. Los sentía lejanos, ajenos; desde luego no eran los mismos labios carnosos, suaves y cariñosos que estas semana atrás había estado besando. Un cosquilleo recorrió mis brazos y piernas al sentirme besar a una persona que, en este momento, me resultaba desconocida. Retiré mis labios sin retirar mi cara, dejándolos a escasos milímetros de los suyos, tratando de averiguar si ya no deseaba volver a besarme, a mí que sé que me había amado como nunca amó antes.

Finalmente, me dio un corto beso, se volvió y sin prisa pero sin mirar atrás se marchó hacia la cocina. Ahí quedé unos minutos, pensativa, tratando de entender en qué podía basarse su malestar por mi situación; en qué se suponía que ello le afectaba y cómo. Habría de hablarlo con ella si pretendía entenderlo, aprender más de sus costumbres, sus tabús.

1 comentario:

Unknown dijo...

Muchas gracias por tus palabras Selene, he usado algunas en este capitulo que tu has inspirado...