2010/10/19

El Valor de la Compañía

Y ese previo fin de semana, en el que iría a visitar aquel ancestral árbol que me había cobijado bajo su frondosa sombra, que me habría provisto de refugio cuando el calor de los soles resultaba plomizo, aquel con el que tanto había jugado siendo aun una niña. Ese fin de semana, como tantos, iría a visitarlo. A deleitarme con las vistas, a disfrutar de las conversaciones de las que a su vera se encontrasen, a disfrutar de los hermosos atardeceres en los que en el cielo, con ayuda de la luz se reflejaban la inmensidad de los colores de nuestro hermoso planeta.

Esa preciosa mañana en que estando yo en la cocina, apareció ella; con paso firme, pude oírla incluso antes de llegar, cuando avanzaba por el pasillo. Sin embargo, al entrar en la cocina y verme supe, fehacientemente, que al tiempo que me vio se enamoró. No puede sino así, responder los cuerpos cuando se enamoran de algo que no esperaban. Estoy segura que pese a que desde la primera noche de su llegada a Arreit cenamos juntas con otras compañeras de casa, hasta esa mañana en la que me esperaba el árbol, ella no me había visto. Lo sé porque sus ojos le descubrieron en los reflejos destellantes que mostraban al verme. La verdad es que pese a ser poco predecibles por sus extrañas costumbres, las terrícolas eran muy simples, quizá mucho más que nosotras mismas que, acostumbradas a vivir simplemente, sin complicarnos la vida, teníamos un mundo interior mucho más rico, en el que nosotras podíamos obviar cosas porque entre nosotras no podían ser de otra manera, pero que a aquella extranversa la descolocaban y dejaban al descubierto.

Sin embargo, pese a la incuestionable atracción que mostraba por mi, lo que me hizo a un tiempo ilusión y gracia, en ningún momento hizo ademán alguno de acercarse, me saludó desde la lejanía, de un modo oral, sin roce alguno.

Tuve pedirle que se sentase y prepararle algo de desayuno para poder así observarle mientras comía, ansiosa, como si no pudiese disfrutar del desayuno, seguramente por la tensión que le producía tenerme delante.

¿Por qué alguien que me había visto varias veces no se fijo en mí hasta ese momento si nada más entrar ya pude yo sentir la atracción de la seguridad, la honestidad y tranquilidad que desprendía? ¿Por qué si había estado conmigo tranquila en otras ocasiones se tuvo que poner nerviosa aquella mañana? Creo que hasta ese momento no había sido consciente de que yo existía como individualidad… Pese a la simpleza de las terrícolas, cuan rico tenía que ser el mundo interior de esa persona para poder estar tan atenta a todo, reflexionando a la vez que hablaba con todas mis compañeras, sin fijarse. No fijarse en alguien que, por otro lado, en cuanto observó sintió algo. Una extraña atracción que le llevó a sonrojo.

La verdad es que, tras acabar el desayuno, casi tuve que llevarla de la mano, su bloqueo no parecía que fuera a desaparecer tan fácilmente. Así que ya que no conocía prácticamente nada, me la llevé a mi rincón de la niñez, ese rincón de sueños, de emociones, de juegos, de sorpresas. La niñez es una época muy interesante, son recuerdos de actos y sentimientos que suelen acompañarnos toda la vida. Creí que, ya que iba a ir yo allí, sería bonito mostrarle el lugar por el que yo sentía una cercanía tal.

Nada más llegar nos sentamos en un corro de unos cuantos que a su sombra se cobijaban y me limité a observarla; a observar su observancia. A observar las dudas que se reflejaban en su cara; su gesto, sus muecas. Las horas pasaron y con su paso muchas fueron dejando lugar a nuevas contertulias que se integraban con celeridad en el tema sobre el que se discutía en cada momento. Ella, sin embargo, no llegó a participar. Tan solo en el momento que todas se hubieron marchado, quedamos las dos tendidas, ella enfocada hacia un atardecer, perdiéndose la inmensidad del cielo, yo abierta a la inmensidad y perdiéndole a ella en su onírica lejanía. Parecía estar soñando al ver el atardecer; era bonito, cierto, pero no creo que pudiera ser algo tan sublime, pues en la Tierra me constaba que también caía el sol.

Estábamos a solas en ese preciso instante, a solas las dos, en un hermoso paraje, con el sonido de la brisa y los animales al atardecer envolviendo nuestros sentidos. A solas, pero solas. No la sentía cerca; pese a que no había ni un metro entre las dos; pese a que ella también observaba a su modo el atardecer, no me hacía sentir su compañía, para nada me sentía acompañada en el disfrute de tan bonito momento. En ese preciso rato en el que me hubiera encantado que me abrazara o al menos uniera su mano a la mía, que me dedicase por un segundo una mirada cómplice. No sé, un algo que me dijese que ella estaba ahí, que seguiría estando pese a que mis ojos visualizasen el atardecer del primer sol a la vez que el segundo amanecía y el posterior atardecer del segundo. En ese tiempo, tan solo se giró para ver que se estaba perdiendo algo más de lo que ella se pensaba. Haciendo así lo que pensó correcto, copiando mi postura, tumbándose plácidamente sobre la hierba, para poder así disfrutar de la inmensidad que, en su mente, se reducía al cielo. Nuestras cabezas quedaron lindando la una con la otra. Sin embargo seguí sintiéndome sola.

Me resultaba curioso ahora, observandolo en retrospectiva mientras recordaba aquella tarde, que aquella extranversa al verme ahora en mi cuarto con otra persona, sintiendo mi abrazo y mi beso, se sintiese tan lejos de mi como me sentí yo aquel día. Siendo, sin embargo, mi distancia y mi sentimiento hacia ella mucho más cercanos que lo que ella pudo llegar a mostrarme aquel atardecer.

Fue un fin de semana maravilloso y así me lo expresó en su momento. Incluso, al abrazarme al anochecer y quedar las dos dormidas entre las protectoras raíces del árbol, yo sentí en su tranquilidad, pues se relajaba, que deseaba estar conmigo. Además, al día siguiente noté su cercanía también al quedarnos mirando el lago mientras mi húmedo cuerpo se secaba al sol tras el baño. Su mano, sus dedos, suavemente enredados entre los mios, jugueteaban y hacían pequeñas cosquillas mientras nuestras caras se mostraban sus perfiles sonrientes; en todo momento orientadas hacia el transparente lago. ¿Por qué no me besaría? ¿por qué no acariciaría mi cuerpo? Parecía que pudiese tocarme en ciertas partes de mi cuerpo, sintiéndose obligada a obviar otras en pos de no sé qué. La verdad es que me confundía. Creía entender que le gustaría estar más cerca de mí, incluso en mi interior si pudiese, de hecho podía, yo no se lo impedía ni creo que le mostrase rechazo. Sin embargo, no lo hacía y me mandaba señales contradictorias, ¿por qué?

Cuando unos días después y tras haberle explicado ese mismo fin de semana que el sexo no era un tabú ni en lo privado ni en lo público, le sorprendí en el almacén buscando los ingredientes para un té que habríamos de compartir con otras compañeras de tertulia; cuando tomé su cuerpo al asalto y ella lo aceptó, incluso sin poder estar segura de que fuese yo quien la acariciaba, y se dejó llevar, disfrutando, sintiendo, acariciando el momento; ahí no hizo ademán de rechazo alguno, nunca se preocupó de si por mi habitación pasaban más personas o no. ¿Cómo podía entonces haberla molestado tanto hoy? Porque había de ser eso; el desorden lo podía haber visto en otros sitios también y seguro que no le había causado tanto rechazo ni pavor. ¿Por qué el desorden de las cosas de mi habitación no le había causado rechazo mientras que su desorden mental con respecto a la posesión de mí sí que lo había hecho?

Ah, que doloroso me resulta ver el poco valor que dan las terrícolas a la compañía. Una persona que me había resultado tan agradable, con la que, en su compañía, había disfrutado de unos días tan estupendos; ahora me rechazaba por sentirme como posesión suya. Pero no como una posesión absoluta, no, era mucho más enfermizo, tan solo le había molestado una parte de mi vida social: la sexual. No sintió miedo alguno, repito, cuando se fue a cocinar un té dejándome con aquellas hermosas contertulias de increíbles conversaciones y capacidad discursiva. No había sentido rechazo cuando habíamos, o yo por mi parte, había compartido desayunos, comidas y cenas, con mis compañeras del piso. No sintió celo alguno en ningún lado, en ninguna ocasión hasta ahora... No podía ser el desorden, ni la compañía, ni mi olor a sudor después del amor, pues de ese ya había disfrutado ella en otras ocasiones. Tenía que ser símplemente verme disfrutar, en esto, con otra persona. Cuanto puede limitar a las terrícolas su educación arcaica si no sintiéndose en competencia con el resto en ningún aspecto de la vida, tienen que sentirlo para con sus congéneres en lo sexual. Que poca confianza en las demás, reflejo de la poca confianza que tienen en sí mismas; que poco valor dan al resto de las personas, a ellas mismas, que poco valor a la compañía que nos hacen esas personas en el noventa y nueve por ciento del tiempo que pasamos con ellas.

Del tiempo que pasamos con una persona el que dedicamos al sexo, no creo que se extienda más allá del veinte o treinta por ciento en Arreit, con lo que, en vista de la distribución temporal que tienen en la tierra y sus prioridades laborales, no creo que sea más de un cinco o quizá menos del total del tiempo en compañía el que disfrutan en ese menester. Sin embargo, no parecen darse la posibilidad de disfrutarlo con nadie más por lo que nos ha explicado alguna vez en nuestras charlas. Eso sí, tan solo en lo sexual, de lo demás se permiten hacer vida social en pos de la libertad personal de cada una y su individualidad. Pero incluso estando en Arreit, donde no tenemos esas mismas costumbres, se auto imponen y tratan de imponernos sus formas. Que injusto. No se tienen justicia ni a sí mismas.

No puedo entenderlo. En nuestro sistema, desde luego no tiene ningún sentido. Pero es que en el suyo, en ese en el que se relacionan por parejas, el hecho de poder salir junto con otras personas a pasear, de fin de semana, a consolar a alguna amiga que tuviese alguna desavenencia con su pareja, a tomar algo, etc. está bien visto, pero no el quedar con alguien para acariciarse y complacerse mutuamente. ¿por qué pensarán que haciendo lo uno fomentan la confianza mutua y que haciendo lo otro se están engañando? ¿Acaso no ven la hipocresía de semejante afirmación? ¿Por qué va a amarte más el que a menos puede amar? ¿Se gastará en la Tierra el amor por uso o o compartirse? ¿Hasta que punto la enseñanza desde la niñez podría cambiar algo estas cosas?

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