2010/11/24

La Sonriente y Muda Observadora

Soy una mera observadora en mi mudez desde mi rincón. Desde aquí la literatura, la música e incluso la conversación, pierden su caracter de arte, su valor cultural o su aspecto social. Adquieren otro significado.

Las personas que entran y salen a medida que las puertas se abren y cierran en cada estación, entran mudas, no se saludan ni se miran, tampoco se tocan salvo para propinarse algún codazo o empujón fortuito o intencionado por conseguir entrar primero y lograr alguno de los pocos asientos que van quedando libres a medida que el metro avanza en su recorrido.

Esas personas, también mudas, se aferran a su semblante serio, ojos perdidos en el vacío, rehuyendo de cualquier otros ojos que pudieran cruzarse con los suyos en esa inmensidad del espacio en el que están sumergidos. De hecho cambia su apesadumbrado gesto por el de sorpresa cuando se percatan de que una sonrisa se interpone en su concluso camino. Hay quién me devuelve la sonrisa, mas no es una mayoría; son más los que cambian la dirección de la mirada para sumergirla de nuevo en el abismo. Hay quienes les resulta amenazante que las miren y te clavan una mirada de ojos entrecerrados, desafiantes, marcando un territorio que entienden como suyo aunque estemos, ambas, en un transporte público.

Acaban de entrar dos personas, avanzadas en edad, hablando algún idioma, no sé si será alemán, pero alguien ya lo ha reconocido pues les ha respondido que no lo habla. Por lo que observo el inglés tampoco. Yo diría que, sin sentirse orgulloso, tampoco parece avergonzarse de no saberlo, ni de hacer ningún esfuerzo por tratar de entender lo que esas personas querían saber. Buscan a su alrededor, pero no encuentran a nadie...

De hecho, creo que estando lleno como está, no hay nadie más y no se han percatado de mi presencia que me hallo en el vagón contiguo. Hoy no, hoy soy una mera observadora, no voy a participar de nada.

Hasta hace poco no me había parado a pensar que el vacío pudiese encontrarse en los lugares que físicamente están llenos. Yo también pensaba que era una relación antagónica y, por lo que bien me enseñaron en la escuela, imposible de ser. Bueno, pues hoy el metro, viajando a la hora en que la mayoría sale del trabajo, está lleno de gente, pero sin embargo está vacío. Vacío de gente, no ya que hable inglés o alemán que bien es sabido que aquí hasta hace poco el estudiar dos idiomas, uno nacional y otro internacional, teniamos suficiente; sino vacío de gente que hable, gente que mire, que busque unos ojos cómplices o, en este caso, unos ojos en busca de otros que le ofrezcan su ayuda. Vacío de conversación de risas, de besos y abrazos. Está vacío.

¿Qué hace la gente entonces si no está haciendo eso? La gente está escuchando música en su Ipod, Iphone o MP3 o 4. Música que no perturba al de al lado porque tiene el volumen de su reproductor más alto que el del vecino. ¿Tan solo me molestan a mí? No lo sé porque a las demás no se lo he preguntado. Estamos incomunicadas aun sin barreras físicas que lo hagan cierto. La gente que no escucha música, o tiene su mirada perdida en los pensamientos que la aflige o vuelve a casa repasando el horroroso día de trabajo que han tenido, volviendo a las 20:30 a casa y teniendose que levantar no más tarde de las 8:00 las que tienen suerte, para volver a un trabajo que la desespera tanto y en el que no es bien tratada. Tanto las personas que escuchan música como las que tan solo piensan tienen sus miradas perdidas, sus bocas cerradas, sus manos entrelazadas, tensas, algunas reposan sus cabezas en ellas apoyadas en la repisa de la ventanilla; no se tocan, se mantienen en un estrecho espacio, lo más alejadas que les es posible de las demás.

A pesar de todo, no todo el mundo tiene la vista perdida; algunas la tienen muy bien focalizada en pesados volúmenes novelisticos de rápida lectura. Literatura, si así puede llamarsele, que nada les enseñará y, por mucho que así se lo vendan, de nada les evadirá. Los problemas seguirán allí cuando se deshagan del lastre de sus efimeros acompañantes de metro y, gracias a las idealizadas realidades que habrán estado leyendo, la suya les habrá de parecer más mísera... Bueno, mira, ahí hay una mujer que sonríe, parece que incluso que suena alguna carcajada. Carcajada que enmudece mientras mira a su alrededor con rostro enrojecido. Parece que hasta el reir nos han prohibido. No me extraña que se sorprendan al ver mi sonrisa.

Ver este panorama me recuerda aquella compañera de trabajo que me decía que volver del trabajo en coche con otras compañeras era muy bueno porque se hacía terapia de grupo. Realmente la tomé por loca, pero cuando lo probé resultó ser cierto. La gente desahogaba la tensión acumulada durante el día, expresaba sus pesares y escuchaba los consejos de las demás ante una u otra situación cotidiana o puntual del trabajo. Incluso se hablaba de proyectos que desarrollar en conjunto en las próximas semanas, se predían prestados libros, materiales de ocio para el fin de semana, etc. En fin, se hablaba. Exitía la comunicación porque había voluntad para ello.

En el coche entrabamos cinco aunque solo viajabamos cuatro. En el metro entran cientos; pero por ahora son cientos de seres cultural y comunicativamente, sin tener físicas barreras, incomunicados y frustrados.
 

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