2011/04/06

Perdidas en Desiertos de Arena


Sentada me hallo con la mirada perdida en el infinito horizonte. Siento el abrasador calor de la arena en mis nalgas, el ardiente calor de esa brillante luz que está frente a mi en mi cara; siento el cosquilleo de la arena que, traída por una incesante brisa que me susurra, va cubriendo mis pies poco a poco. Es un desierto de arena fina, puedo sentirlo, pese a no verlo. La mirada no pierde su rumbo, siempre orientada, perdida inconsciente en el infinito.

Hacia el infinito fijamente orientada, se me vuelven borrosas el resto de las cosas. No están frente a mí claras, se ven completamente desenfocadas. Sin embargo, me ha parecido ver vida a mi alrededor, en forma de pequeños animales que obstaculizaban y molestaban mi atenta mirada perdida al infinito, que se posaban sobre mí sin que pudiese entender yo que tuviesen un claro propósito al hacerlo. He podido sentir el susurro de voces que acompañaban al arrullador ir y venir de la fina arena. Arena que mes a mes va cubriendo más mis pies y empieza ya con las piernas. A ratos, pese al tiempo, a mi alrededor siento que hay más personas.

Pese a no desatender mi acertada mirada al inalcanzable infinito sé que estoy en lo alto de una duna. Porque no es amarillo ni marrón lo que mirando no veo y sin verlo, miro. Por el momentáneo murmullo, casi como entre dientes, que me llega a ratos, sé que en lo alto de las demás dunas hay más, como yo, sentadas y orientadas; juntas pero sin vernos; cerca, pero sin hablarnos; comentando pero sin entendernos. Hay más, lo sé. Creo que lo sé porque alguna, juraría, en algún momento ha pasado a mi lado casi rozándome. Juraría, porque no me volví para comprobarlo, mi mirada no podía perder tan noble quehacer, no podía desatender el omnisciente infinito.

No sé el tiempo que llevo inmóvil, sin pestañear, sin mover un músculo, ni para beber, ni para comer, ni siquiera para quejarme a las de mi alrededor del horroroso calor que abrasa mi culo, ni por el cegador calor, brillante e incesante, que oscurece mis ojos alejándolos más y más de lo que no se halle más allá del horizonte, perdido. No sé el tiempo, pero empiezo a sentir que la arena ha logrado cubrir mis cruzadas piernas y las manos que sobre las rodillas descansaban. Empieza ahora a trepar mi torso.

Arena que me habla, imperceptible para mis oídos sordos. Estoy segura de que lo que me dice mientras me abraza resulta agradable, porque no hago nada por quitármela de encima, por volver a sentarme sobre ella. Dejo que, como nocturna amante que se cuela por debajo de las sabanas, se cuele ella por todos los rincones de mi desnudo cuerpo. Desnudo ha de estar porque no hay nada que impida a la arena de abrazarme, de cubrirme, caliente, fina y sedosa. Ni la seda más cara y codiciada, jamás, podría cubrir así a nadie.

El tiempo pasa. Mi dulce amante ya no quema la parte inferior de mi cuerpo, lo tiene amarrado, eternamente suyo. Se deleita ahora con mi cuello, con brisas ligeras y cambiantes que, por igual, reparten arena por todos lados. Sin inmutarme ni perder detalle de lo realmente importante, miro, siempre, al infinito: “ahí he de encontrar el sentido” me digo.

Únicamente cuando, sintiendo que ella busca besarme, de modo seco, áspero para mis labios, entiendo que por no moverme a tiempo el fin está cerca. Toneladas de arena pesan en mis hombros que ya no se sienten acariciados. Brisa que chirría en mis oídos cuando por fin se desentumecen ante la carencia de otros sentidos. Mi cuerpo, desposeído de fuerza, no puede ahora hacer frente a la inconsciencia que me había encadenado a mirar fijamente el brillar del infinito.

Por fin, consciente, me pregunto ¿dónde dejé mis libros que llenaban de árboles y animales mi interior en el que residía? Y ¿por qué le dí a esa brillante pantalla el poder de decidir mi destino? Antes de ser cubiertos por la arena, mis ojos consiguen enfocar algunas letras en el vacío: The End.

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