"El tiempo no había borrado nuestras sonrisas; al entrar en la casa, un cálido y acogedor abrazo me hizo sentirme reconfortada, caricia aquella que hizo estremecerme y olvidar el pequeño paseo que me había dado. Aquello sólo había sido una excusa, una excusa para recuperar una sonrisa perdida, excusa también para compartir aquello que permanecía en nosotras sin que el tiempo pudiese mutarlo; una excusa, cómo no, para volver a sentirme viva.
Tras dejar el equipaje y la ropa lejos del cuerpo que la había acompañado hasta allí, lejos de una cansada y dolorida espalda que había luchado contra el viento, el cansancio y la climatología... lejos, o no tan lejos, la habitación en la que reposaban las prendas, distaba pocos metros de la alfombra del salón sobre la que ahora me hallaba tendida, mientras, atenta a mi crónica de viaje, ella, reía con mis apreciaciones sobre el resto de conductoras, los paisajes y las narraciones de mis reflexiones desde la moto. Fue un gran viaje, se notaba en mi rostro cansado y falto de fuerzas, pero esgrimiendo una sonrisa con el último atisbo de fuerza que quedaban en mis doloridos músculos faciales.
Reíamos al unísono con las pequeñas críticas a mi estado mental que hacía al oír mis valoraciones y narraciones, sabiendo que no podían hacerme daño en tan compenetrado momento. Reíamos y nos burlábamos mutuamente entre miradas cómplices que nos hacían mofarnos, incluso antes de mentar nada, sobre los pensamientos que teníamos... Era, ciertamente, gratificante para ambos, ver que la comprensión y compenetración era absoluta en ese momento.
Entre risas, aquel adalid de la alegría, en una de las espasmódicas convulsiones producidas por


Un escalofrío recorrió mi espalda, mi mente sumida en sus pensamientos no alcanzaba a
descifrar tal sensación que recorría la columna hasta llegar a mi nuca. Juraría que hasta ese momento no había cerrado los ojos, pues los veía reflejados en los suyos. Sin embargo, debía hacer una eternidad que me había sumido en pensamientos; pensamientos eternos que discurren en pocos segundos, pues ahora su mano recorría mi nuca y, sin separar nuestras miradas, nos hallábamos inmersas en un profundo y continuado beso. Su boca, sumamente húmeda, abrazaba la mía con ternura, con cariño, con un profundo sentimiento de empatía y sentida fidelidad. Su lengua, se contraía y palpaba cada parte de la mía, agarraba con suavidad mis labios, ayudándose con los suyos, a la vez que la mía hacía lo propio en su interior. Sus finos labios eran usurpados por los míos y desaparecían y volvían a aparecer entre el espesor de sus rubios cabellos pegados a nuestras caras. La humedad había trascendido nuestras bocas sin
haber cercenado el beso en ningún momento, había ocupado nuestros cuerpos sumidos en caricias y abrazos; nuestra humedad había alcanzado todos los valles y ríos, fosas y picos. Nos hallábamos sumergidos en el profundo océano de agua dulce que un momento antes nos separaba, inundadas por el calor de nuestros cuerpos que jadeaban y verbalizaban el cariño en ese incesante beso y esas caricias infinitas. El colchón de largos pelos que albergaba nuestros cuerpos en aquel salón era único testigo de cómo nuestras manos estrechaban el cuerpo de la otra, palpándolo sin miedo alguno, sin tensión y sin ánimo de otra cosa que hacer sentir especial a la persona que en ese momento teníamos en frente. Desde luego yo me sentía especial, con lo que ella lograba sobradamente su objetivo y esforzábame por hacerle sentir lo mismo. Si alguna vez había sentido reciprocidad, cariño y ternura en alguna ocasión en la vida, ese fue el momento; nada podía estropear un tan sentido gesto de amistad recíproca, de amor a la fidelidad y de fidelidad a una amiga. Desde luego, por mi parte, nunca habría terminado aquel instante.
Sin embargo, un ruido perturbó mi sentido, un ruido ronco, pausado pero continuado. Una, dos y hasta tres vueltas... no cabía duda, era una cerradura; mi mente no podía esperar que se abriese en tan grato momento la puerta de la discordia. Del exterior, un gesto sereno y pausado entro a la vez que mi excitado cuerpo, por temor a la desaprobación, a la mala interpretación de la situación, saltó, alejándose del cuerpo que hasta ese momento me había amado. Al saltar como tratando de alejar el mal, en vez de enfrentarme a la realidad, sentí un fuerte tirón en el brazo tratando de volver a acercarme a su cuerpo, era ella, mirándome con gesto hastío, como si no comprendiese el porqué de mi repentina fuga. Su brazo tenso mantenía el mío orientado hacia ella, estaba en su poder, como me hubiese gustado seguir si esa ronca cerradura no me hubiera asustado. Mi mente se abstrajo de la situación, levitó hasta colocarse en un vértice del salón y observó mi cuerpo, que se veía desnudo en aquel lupanar. Tras girar el cuello lentamente, como si esperase recibir un golpe o un rapapolvo verbal, vi su mirada, completamente serena, observándome con detenimiento, preguntándose si acercarse a saludarme pues hacía meses que no nos veíamos, o dejarme en donde estaba con la persona con la que había estado compartiendo tan especial momento. Tras observarnos un instante se alejó hacia la cocina. Yo volví la mirada, incrédula, temerosa, aun más que antes, hacia ella, que me miraba aun con semblante serio, como si hubiese traicionado la confianza que un momento antes nos había mantenido unidas, casi al borde de la fusión. Mi desanimo e incredulidad crecía por momentos, si acelerado había estado mi corazón momentos antes, al oír la cerradura; nadie podría hacerse idea del pesar y los nervios que tenía en mi ser ahora, ahora que “lo mah grande” sentía pesar por mi reacción, por mi huida, por mi traición.


Sin embargo, un ruido perturbó mi sentido, un ruido ronco, pausado pero continuado. Una, dos y hasta tres vueltas... no cabía duda, era una cerradura; mi mente no podía esperar que se abriese en tan grato momento la puerta de la discordia. Del exterior, un gesto sereno y pausado entro a la vez que mi excitado cuerpo, por temor a la desaprobación, a la mala interpretación de la situación, saltó, alejándose del cuerpo que hasta ese momento me había amado. Al saltar como tratando de alejar el mal, en vez de enfrentarme a la realidad, sentí un fuerte tirón en el brazo tratando de volver a acercarme a su cuerpo, era ella, mirándome con gesto hastío, como si no comprendiese el porqué de mi repentina fuga. Su brazo tenso mantenía el mío orientado hacia ella, estaba en su poder, como me hubiese gustado seguir si esa ronca cerradura no me hubiera asustado. Mi mente se abstrajo de la situación, levitó hasta colocarse en un vértice del salón y observó mi cuerpo, que se veía desnudo en aquel lupanar. Tras girar el cuello lentamente, como si esperase recibir un golpe o un rapapolvo verbal, vi su mirada, completamente serena, observándome con detenimiento, preguntándose si acercarse a saludarme pues hacía meses que no nos veíamos, o dejarme en donde estaba con la persona con la que había estado compartiendo tan especial momento. Tras observarnos un instante se alejó hacia la cocina. Yo volví la mirada, incrédula, temerosa, aun más que antes, hacia ella, que me miraba aun con semblante serio, como si hubiese traicionado la confianza que un momento antes nos había mantenido unidas, casi al borde de la fusión. Mi desanimo e incredulidad crecía por momentos, si acelerado había estado mi corazón momentos antes, al oír la cerradura; nadie podría hacerse idea del pesar y los nervios que tenía en mi ser ahora, ahora que “lo mah grande” sentía pesar por mi reacción, por mi huida, por mi traición.

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